No sé qué espíritu me poseyó cuando, disfrutando de unas semanas de veraneo en Benidorm, decidí recorrer algunas etapas de El Camino de Santiago del Sureste por su ramal central. Lo cierto es que, tras padecer tres días en las atestadas playas de la megalópolis turística, peleándome con desquiciados madrileños por un hueco en el que colocar la toalla o una mesa en cualquiera de los restaurantes, esforzándome en atraer la atención de los sobresaturados camareros, anhelaba gozar de los espacios vacios y las poblaciones de escasa densidad.
Cuando se lo anuncié a mi mujer, ejemplar paradigmático de las adoradoras de Ra y urbanita vocacional, me miró como se contempla a una subespecie poco evolucionada, pero no se opuso, quizás deseosa de no tener que soportar mis continuas quejas por aquella desquiciada metrópolis canicular. Me informé un poco sobre las primeras etapas en internet y me acosté temprano para intentar evitar las horas más sofocantes del día. ¡Vano intento!
Me levanté a las seis y media del día catorce de agosto y, sin siquiera desayunar, me cargué la mochila en la espalda y me dirigí a la playa de poniente, en uno de cuyos bares tomé un café con un cruasán, mientras disfrutaba del amanecer sobre el Mediterráneo. Después me dirigí a la iglesia de San Jaime, en la esquina de la playa, inicio oficial de la etapa y comencé a caminar. Por las calles aún deambulaban numerosos jóvenes cargados de copas que todavía no se habían acostado y que renqueaban por el alcohol y el cansancio.
La etapa era de veinticinco kilómetros, con un desnivel de más de cuatrocientos metros. Hasta Finestrat anduve bien, aunque al alcanzar la cumbre hice un alto a la sombra del alero de una casa. No coincidí con ningún peregrino con el que conversar. Antes de llegar a Orcheta el calor empezó a ser difícil de soportar y las cuatro horas de camino comenzaban a pesar en mis desentrenadas piernas. Paré en el pequeño pueblo, donde bebí una cerveza y probé sobre un pan un extraño alimento que el camarero me dijo que era típico de la zona: la pericana, consistente en una salsa aceitosa con pimientos secos y capellanes en salazón. Me refresqué el cuello y la cabeza en la fuente pública y proseguí mi camino. A las dos horas llegué a Relleu asfixiado de calor y arrepentido de haberme tomado tan a la ligera aquella aventura. Es un pueblo situado entre montañas y bajo las ruinas de un castillo, algo mejor conservado que otros restos de torres de alerta de la época de los ataques de los berberiscos que había visto durante el camino. Exhausto, entré La Plaça, el bar que encontré en la plaza del Sagrado Corazón de Jesús. Me sorprendió que la mayoría de los clientes tuvieran aspecto británico. En una mesa al fondo, apoyando las manos en un bastón de madera clara y con los restos de un café en un vaso de cristal, un anciano algo grueso de ojos vivos miraba a unos y otros. Tenía la tez rubicunda, el pelo canoso y una nariz patricia. Algo me decía que era español. Me acerqué hasta él.
–¿Le importa que me siente? –pregunté señalando una silla libre a su lado.
–Por favor –contestó haciendo un gesto de invitación con la mano.
Dejé la mochila en el suelo, al lado de la mesa y le alargué la mano.
–Me llamo José Mora –me presenté- y he comenzado hoy a hacer el Camino de Santiago.
–Luis Ibáñez. –Me estrechó la mano, sorprendentemente recia-. Malos días para recorrer los caminos con este calor.
-Sí –asentí-. Estoy deseando beber algo. ¿Me permite que le invite?
-Muy amable, pero en seguida me traen la bebida con el menú.
-Si no le molesta, le acompañaré. También tengo apetito.
-Encantado. Así tendré con quién charlar.
Se acercó a nosotros un camarero.
-¿Quiere comer?
-Pues sí. ¿Qué tienen de menú?
-Paella o giraboix.
-Tomaré paella. Y una jarra de cerveza con urgencia, por favor. Vengo sediento.
Luis resultó ser un hombre muy cabal que, tras vivir tres décadas en la capital de la provincia, y una vez jubilado y ya viudo, había regresado a su pueblo natal, Relleu, donde cada día comía en el bar en el que nos encontrábamos. Cuando tomábamos el café, comentó:
-No sabía que el Camino de Santiago pasaba por Relleu.
-Es un ramal del Camino de Sureste. En realidad no es una ruta clásica. Lo que ocurre es que en los últimos lustros se ha puesto tan de moda el Camino que las asociaciones de Amigos del Camino han creado rutas desde casi todos los pueblos del país hasta enlazar con alguno de los Caminos clásicos. El que pasa por Relleu viene de Benidorm y enlaza en Villena con el Camino tradicional.
-¿Y cuántas etapas piensa hacer?
-No muchas. Cuatro o cinco.
-¿Con este calor? –Movió la cabeza de un lado a otro, nada convencido– ¿Y hasta dónde va hoy?
-Por hoy ya he cumplido. Me quedaré en Relleu.
-¿Y hasta dónde irá mañana?
-Hasta Torremanzanas. No son más que quince kilómetros, pero con este calor tampoco apetece hacer grandes caminatas.
-Pues mañana es “La banyà”. Le recomendaría que fuera directo a Benifallim. Es algo más de distancia en la etapa, pero lo puede compensar al día siguiente hasta Villena. Hasta allí, la distancia es la misma por ambos caminos.
-¿Qué es “La banyà”? –inquirí.
-Una fiesta que celebran el 15 de agosto en Torremanzanas a la una de la tarde. Dicen que un año que se padeció una gran sequía, el día de la Virgen de la Asunción se abandonó la restricción de agua durante la festividad. Desde hace muchos años, el mismo día, los torruanos organizan una especie de batalla campal echándose, los unos a los otros, agua con cubos o cualquier otro recipiente.
-Pues parece divertido. Creo que, pararé allí. Me gustaría participar.
Luis me miró torcido.
-¿Está seguro? Es una celebración más bien infantil… Al principio todo el mundo usa el agua de la fuente, pero al final la cogen incluso de los charcos. Acaba siendo una cochinada. Le recomiendo que la disfrute desde alguno de los bares cerca de la fuente. Lo verá igual, pero se ahorrará que la ropa se le cale y le quede con olor a aguas sucias.
-Le agradezco la preocupación, pero no creo que un poco de agua sea para tanto.
Luis se quedó en silencio meneando la cabeza como si estuviera discutiendo consigo mismo. Por fin pareció tomar una decisión y me aconsejó lo siguiente:
-Parece usted un buen hombre. Si pese a mis recomendaciones decide participar en “La banyà”, al menos hágame caso en una cosa… Cerca de la fuente está el lavadero que antiguamente usaban las mujeres de Torremanzanas para hacer la colada. Mientras dure la guerra de agua, no se acerque por esa parte bajo ninguna circunstancia.
-¿Y eso por qué?
-Hágame caso -insistió.
Y no quiso decirme nada más. Poco después terminamos de comer y Luis se despidió dándome la mano. El asunto me dejó algo intrigado. ¿A qué tanta prevención con aquella fiesta tan inocua? ¿Serían meramente prejuicios de pueblos convecinos?
Dediqué la tarde a descansar y, una vez pasadas las horas de más calor, a recorrer el pequeño pueblo y visitar la iglesia parroquial. El párroco me dirigió a una casa particular donde, por nueve euros, me ofrecieron alojamiento para la noche. Cené temprano en el mismo bar y me acosté.
Continuará...